Entonces tocaron a mi puerta.
Miré por la cerradura pero no pregunté.
Había algo, alguien. Pero no pregunté.
Un recuerdo se me cruzó, me acordé de una consigna y abrí.
La forma era difusa, algo extraña, con colores no muy bien definidos.
Pasó y se sentó en mi mesa y me invitó a mi silla con un gesto amable.
Me miró y su rostro se volvió como una pantalla que me invitaba a mirar.
Mire con profundidad y caí en un espiral de ensueño.
Pasaron mil voces por mis costados e incandescentes imágenes de charlas y debates.
Si bien las voces eran conocidas, no estaban identificadas con rostros ni nada.
Además, lo que decían se asemejaba más a un debate interno mío sobre mi vida, etc.
Entonces el viaje se detuvo. Caí sentado en una playa desierta.
Arena fina y suave, agua cristalina que refleja la luna y sus estrellas lindantes.
Entonces camino, descalzo, sintiendo la rugosidad de mis pasos.
Siento la realidad con los ojos cerrados e identifico los momentos.
La soledad en que uno se ve por momentos, la desolación dentro de una carrera tan hermosa como la noche que está sucediendo sobre mí y lo difícil que se hace dar cada nuevo paso cuando la marea humedece la superficie.
Entonces volví a abrir los ojos y entendí.
Hoy volvería a dar un paseo por esa realidad algo solitaria que es el periodismo, que está inmersa en el marco de una hermosa noche de crisis y futuro incierto. Pero donde tenemos todo el terreno para andar y desplegarnos. Más allá que la arena complique nuestros pasos hay que seguir. Intentando, buscando y siempre con la consigna de mejorar. Sin perder de vista el objetivo y ayudando a la premisa que nada es imposible.
Me refregué los ojos y el espectro seguí frente a mí, pero esta vez se transformó en dos ilusiones. Dos consignas que se unieron y me hicieron levantar de la silla y salir a buscar mi playa solitaria, bella y complicada.
Allá voy.