Por Flavia Baca
“El río de sangre, el remolino de gritos, el mar de lágrimas…
en realidad no está destinado a detenerse”
Año 1868 – Comienzos de la Era Meiji –
Donde había sangre que pudiera manchar una katana, ahí estaban los samuráis… donde había familias a quienes descuartizar, ahí estaban también… donde la revolución contra el gobierno los llevara a matar ahí estaban los samuráis, listos para hacer correr la sangre, profanar los cuerpos y destrozar vidas para hacer estallar las revueltas en la Era Meiji.
Dicha desgracia dio sus inicios en el año 1868 en la cuidad de Kyoto (Japón).
Es típico en la naturaleza humana el corromper todo lo que empieza siendo puro y armonioso. La estabilidad se pierde y el camino a recuperarla tiene más piedras que el lecho de un río. En el caso del pueblo de Japón, tuvieron que crearse senderos de sangre y caminos que los muertos cerraron con sus huesos.
Todo tuvo que tener su lugar en donde al gobierno más le doliera, la ciudad más productiva y poblada de aquella época, en Kyoto, la revolución por la libertad, la igualdad, los derechos y tantos privilegios con los que las personas se supone deben nacer… una revolución de muertes. Si personajes importantes e influyentes caían, también sus decretos y leyes absurdas. Por lo tanto, el manto de la muerte se tiñó de sangre disfrazándose bajo el honor de los samuráis.
La ciudad era un campo de artimañas y engaños de asesinos que rondaban por doquier; dar la espalda a una sombra significaba terminar en el piso sobre una mancha de sangre propia. Mirar dos veces hacia el mismo lugar nunca estaba de más, y mantener la fé casi resultaba imposible cuando hasta los más protegidos y menos pensados morían a manos de quienes se suponía estaban para servir y proteger.
Muchas veces no eran aquellos cercanos al Emperador las víctimas, sino simples ciudadanos que en sus vidas habían visto algo tan monstruoso como una espada lisa, brillante y curva en la punta, agitándose con maestría para terminar con la velocidad de un rayo en sus cuerpos indefensos.
Cuando atacas a la nobleza, son los siervos los que sufren… aquel que se sienta en el trono del mando y la soberanía siempre es ciego a lo obvio. No hay peor ciego que aquel que no quiere ver, pero hay algo aun más horrible, aquel que se ciega a sí mismo por orgullo. El emperador prefería ver morir a su gente antes que dar el brazo a torcer ante las demandas de los samuráis.
Sin embargo, al amparo de la naturaleza algunos podían estar a salvo. Las afueras de Kyoto sólo eran habitadas por pobres y humildes campesinos que se dedicaban con discreción a sobrevivir a escondidas del Imperio. Los caminos de tierra no eran muy visitados, las cercas apenas un poco altas sólo detenían al ganado, los sembradíos eran su principal fuente de alimentación, los árboles eran sus guardianes y el río su juglar. Desgraciadamente, el murmullo de las aguas tenía que traer canciones agitadas por las noticias de la ciudad de Kyoto. En forma de cadáveres, en forma de espadas rotas, en forma de sangre que teñía el agua… de modo que siempre les dejaba bien en claro cómo iba la revolución.
La familia Yai era una de las pocas que habían huido a los lindes del bosque de Suzuka para mantenerse a salvo de los asesinatos en serie. Una vieja pareja con sus cinco hijos vivían ahora en paz y tranquilidad frente al denso bosque que tenían como vecino. Les había costado, pero finalmente se habían adaptado a la vida de campo. Sólo arar el campo, cosechar, cuidar a los animales y demás se había convertido en su nuevo estilo de vida.
Abandonar la ciudad había sido duro para todos, espacialmente para los más jóvenes. Habían dejado sus amistades, el colegio, los lujos y demás. Sin embargo, valía la pena sacrificar todo eso por mantenerse vivos. El padre, según creían ellos, era alguien muy cercano e importante en la corte del Emperador, por lo que su vida hubiera corrido un gran riesgo al permanecer por más tiempo en Kyoto.
—¿Qué miras? —preguntó un muchacho alto y de cabellos negros. Tenía sólo 18 años. Aoi era el hijo mayor de los Yai. Se encontraba algo acalorado por haber recorrido el bosque en todas sus dimensiones buscando a la pequeña niña de 10 años que ahora miraba en la alta rama de un árbol— ¡¡Aika!!
—¿Ah? —vestida con un kimono rosado lleno de detalles blancos, aunque ahora algo arrugado y sucio. La pequeña Aika lo miró desde lo alto de la rama con una sonrisa— ¡Hola Aoi!
—Hola, ahora ¡baja de ahí que es peligroso! —exclamó él.
—¡Un minuto mas!
—¿Se puede saber qué tanto miras desde ahí todos los días?
—El cielo.
—¿El cielo?
—Si. Míralo, Aoi, míralo.
—Lo miro, ¡ahora baja! Aika, lo ¡digo en serio! ¡Puedes hacerte daño! Además, el cielo no se moverá de ahí Puedes verlo desde aquí abajo.
—Aoi, ¿siempre será así?
—¿Qué cosa? —preguntó resignado apoyándose contra el tronco.
—El cielo.
—¿Por qué lo preguntas? ¿En qué puede cambiar?
—Hay veces que sueño que se vuelve rojo.
—Será cuando se esconde el sol, tontita —rió levantando la cabeza y mirándola. Pero la pequeña Aika no se reía como siempre. Por el contrario, lo miraba preocupada y a la vez triste— ¿Cómo lo sueñas?
—¿Has visto cuando el agua del río empieza a ponerse roja de a poco? ¿Cuándo aparecen pequeños hilos rojos que la tiñen de a poco?
—S… si.
—Así lo sueño. Oye, Aoi, ¿significa que algún día el cielo se manchará con sangre?
—¡Claro que no! ¡Baja ahora mismo del estúpido árbol!
Algo asustada por la reacción de su hermano, Aika se deslizó por el tronco. Una vez en el piso, Aoi le tomó la mano y se encaminó directo a la casa. ¿Qué tonterías andaba diciendo esa niña?
Esa noche, todos se encontraban cenando. Los otros tres hermanos de Aika hacían el mismo revuelo de siempre, peleando por la comida o discutiendo por cualquier tontería de adolescentes. Yoh tenía 15, Seiya tenía 13 y Yaten tenia 12. Los tres eran casi idénticos, de no ser por la estatura de cada uno, claro, sin embargo se notaba perfectamente que eran hermanos.
—¿No te gusto la comida, Aoi? —preguntó su madre retirando prácticamente la cena entera del muchacho.
—No. No es eso, mamá, perdóname. No tenía hambre, eso es todo.
—Haz estado raro, ¿qué te pasa?
—Nada, solo pensaba…
—En el cielo —dijo Aika
—¿El cielo? —rió su padre bebiendo un poco de sake.
—Si, el cielo, papi. Le decía a Aoi esta mañana que lo mirara con mas atención. Porque es muy hermoso.
—Solo es algo totalmente celeste sobre nosotros, Aika, no tiene nada de alucinante.
—Pero, es que nunca he visto nada tan perfecto como lo es el cielo. Míralo, papá, es graaande y vasto… ojalá que nunca cambie de color…
Septiembre 18 – Asesinato del Primer Ministro Mitsumasa Yai –
—¡Escóndete aquí! —exclamó Aoi—. No hagas ningún ruido, y ¡ni se te ocurra salir!
Había metido a su hermanita debajo de la cama, y la ocultaba detrás de varias almohadas y colchas gruesas. De pronto, por la puerta de la habitación entraron los demás hermanos y sus padres, los siguieron un grupo de samuráis… Aika no pudo ver lo que ocurría, sólo escuchó cómo comenzaban a matar a sus hermanos… uno por uno, tomaban a su madre y la subían a la cama mientras ella gritaba y lloraba, vio cómo caía tanta pero tanta sangre…
—Es rojo.. .todo se hace rojo… primero en hilos.. .y de a poco se tiñe de rojo… —pensó con lágrimas en los ojos.
Trató de no emitir un sólo sonido. Se tapó los oídos. Las katanas cantaban al derramar sangre en el piso, los gritos, los forcejeos, la cama que se agitaba sobre ella.
—Por favor basta… basta.. .todo saldrá bien… ya se van… todo saldrá bien… pronto se irán… y nos dejarán tranquilos… ya no habrá más rojo… se hará celeste de nuevo…
—¡¡Cerdos!! ¡¡¡Suéltenla!!! —escuchó cómo Aoi gritaba furioso.
Aika reconoció los temblorosos pies descalzos de su hermano mayor acercándose a la cama, trastabillando mientras hilos de sangre se escurrían por la blanca piel. Escuchó risas, la cama dejó de moverse encima suyo… una espada era liberada de la prisión de su funda.
—Sujétenlo —dijo una voz tan fría que Aika sintió deseos de salir al rescate de su hermano.
—¡¡Asesinos!! ¿Y se hacen llamar Samuráis? —exclamó Aoi, forcejeando.
—La Era del Samurai está terminando, mocoso… nuestra era empieza…
La espada traspasó algo de carne, el grito ahogado de su hermano la hizo temblar y aferrarse a las almohadas que la cubrían… un golpe sordo, risas y más risas. Aika abrió temblorosa los ojos y deseó estar ciega en ese momento… ahí estaba, Aoi la miraba fijamente con los ojos nublados en sangre. Se tapó la boca llorando como nunca lo había hecho, intentó desviar la mirada del cadáver de su hermano… pero no podía, no podía dejar de mirar aquellos ojos muertos mientras que los sonidos de la matanza continuaban…
Con los rayos oscilantes del amanecer, Aika miraba desde su cama a toda su familia muerta. Para aquellos ojos de diez años, el mundo había terminado. Su padre estaba de pie contra la pared con una katana atravesada en la frente, sus hermanos eran irreconocibles, no podía saberse de quién era el brazo, la pierna o el ojo que estaba regados por todo el piso. Su madre, estaba tirada en la cama, con los ojos en blanco y con un pedazo enorme de tela metido en el fondo de su garganta. Y allí se encontraba ella, abrazando el cuerpo de Aoi en el piso.
—Por favor, Aoi, despierta… despierta… no me dejes sola… no me dejes sola… —lloraba desconsoladamente—. Abre los ojos, ábrelos, Aoi… por favor… basta, ¡¡basta, no me hagan esto!! ¡¡¡Despierta!!!
No podía creer lo que había sucedido, no era posible, ¿por qué a ellos? No era justo, no lo era. Toda su familia asesinada de esa forma tan cruel. Tenía demasiado vivo el recuerdo de la última mirada de su hermano mayor como para poder vivir en paz… y así se vio en la horrible responsabilidad de meter los cuerpos en bolsas que se usaban para cargar trigo, algo recordaba bien de las enseñanzas de su hermano, los muertos no descansan en paz hasta que sus restos son enterrados y se les dedican rezos. Lo último que quería era que su pobre familia no consiguiera el descanso eterno, no, merecían estar bajo tierra, bajo la tierra que tanto amaron y cuidaron con fervor.
Se manchó las manos con sangre y lastimó sus rodillas con fieros raspones al cargar los pesados cadáveres. Con un paso lento y penoso llevó cuerpo por cuerpo al interior del oscuro bosque. No podía más, le dolía todo y no paraba de llorar.
Sin saber qué más hacer, caminó hasta el río y llevó las piedras más grandes que pudo. En cada trayecto se clavaba las pequeñas piedritas en los pies descalzos, insectos y las mismas piedras pesadas se le incrustaban en las pequeñas manos, mientras que la tristeza y la enfermedad le hacían más pesado el camino. Junto mas de treinta piedras de todos los tamaños, con algunas de ellas construyó dos pequeñas torres… por esa noche descansó.
Y con la mañana pensó que la muerte estaba a punto de izar su bandera en su cuerpo, ya que las torres de piedra que había construido se habían inclinado, mientras que las que habían sobrado habían terminado de formar un enorme arco. Exhausta, Aika cavó un profundo pozo debajo del Arco de Piedras, allí enterró todos los cuerpos de su familia. Miró entonces con cuidado la maravillosa construcción que quién sabe cómo se había fabricado por la noche. Era perfectamente estable, un arco perfecto hecho de piedras del río… ¿acaso estaría loca?
—¿Por qué? —lloró mirando el arco que atravesaba el cielo— ¿Por qué tienen que odiar? ¿Por qué tienen que matar? Desearía que no lo hagan mas… que ya no peleen… –de repente todo lo vio rojo, el cielo, todo, se volvió de color rojo, se sintió desmayar, entrar en un transe, ya no tenía dominio de su cuerpo—. El río de sangre, el remolino de gritos, el mar de lágrimas… en realidad no está destinado a detenerse.
El último suspiro de vida que le quedaba en el cuerpo se extinguió con sus ultimas palabras.
Enero 18 – Rebeldes rezagados huyen de la policía del Gobierno –
—¡El bosque! —gritó el jefe señalando el monstruo acorazado de hojas—. Allí nos esconderemos.
Una cuadrilla de samuráis habían estado huyendo de la policía hacía más de dos semanas, tanto habían huido que llegaron a las afueras de Kyoto. El bosque les serviría por el momento como un escondite.
—Oye, Himura, ¡te quiero ver reconociendo el terreno y haciendo la primera guardia! —ordenó el capitán.
—¡A la orden, señor! —contestó uno de los jóvenes rebeldes adentrándose en el bosque.
Se decía que aquel misterioso bosque estaba encantado, hacía meses que se rumoreaba que el espíritu de una linda niña bailaba y se reía angelical entre los árboles, solía guiar a todo aquel que la viera al interior de la maleza verde, y allí…
Al adentrarse en la oscuridad de los árboles encontró algo muy curioso y extraño: un enorme Arco de Piedras. Pensó que era brujería, ya que no tenía idea de cómo se sostenía. Sin embargo, por pura curiosidad pasó por debajo de él.
—¡Himura! —replicó el capitán—, ya me tenias preocupado, mocoso del demonio, ¿qué te pasó?
—No lo sé… —contestó confundido mirándose las manos.
—Yo sé lo que te pasa… ay Himura. Sé que te prometí esa pelea hace tiempo, pero bueno, si tanto te molesta pues terminemos ahora.
—¿Qué cosa?
—¡La pelea! ¿Qué mas? Anda, en guardia —lo miró irritado al ver que el otro no se movía- ¡¿Qué esperas?! ¡Desenvaina!.
—No quiero… no quiero pelear.
—¡¡SEÑOR!! ¡¡DEBE VER ESTO!! —gritó otro joven desde lo lejos con otro de sus compañeros a su lado.
A punto de experimentar por primera vez el miedo, el capitán Katsumoto observó boquiabierto el Arco de Piedras… ¿qué demonios era eso? Nadie, jamás habían visto algo así ¿Cómo se sostenía? No tenía nada que perder, ni mucho menos nada que temer, de modo que aun algo dudoso, pasó por debajo del Arco de Piedras…
Mayo 18 de 1912 – Fines de la Era Meiji –
—Se lo aseguro, Shogun —exclamaba el Primer Ministro—. Ese Arco de Piedras quita el deseo de violencia de todo el que pasa debajo de él. ¿Por qué cree que esta era sangrienta está llegando a su fin? Todo samurai a pasado por ese Arco, y todos y cada uno de ellos ya no desea matar jamás.
Una formación rocosa que exorcizaba todo recuerdo y deseo de violencia. Todo el mundo estaba enterado de semejante suceso. En Japón se daba la orden de que todo habitante debía recorrer las distancias que fueran necesarias para pasar por debajo de aquel arco. Sólo pensarlo producía deseo de llorar de felicidad, no más muertes, no más guerras, no más violencia, no más odio, todo sería paz… el deseo de tantos niños cuyas familias habían muerto frente a sus inocentes ojos se haría realidad.
Septiembre 18 del 2009 – Colapso del planeta –
No había persona que no hubiera sido purgada de todo lo que implicaba la violencia, el mundo entero vivía en paz.
Sin embargo, todo el que desea el poder sólo debe domar a la bestia. El Gobierno de EE.UU., ordenó a sus ciudadanos que no se atrevieran a pasar por el Arco de Piedras, mientras su presidente anunciaba que dos aviones fantasma F-4 se dirigían a Kyoto.
—Halcón 1 reportándose, tengo el objetivo en la mira… señor, ¿está seguro de hacer esto? —pregunto el piloto apuntando con cuidado.
—Disparen.
Si el resto del mudo era tan manso como una yegua vieja, ¿qué les impedía tomar el control de todo? Nadie opondría resistencia, y para asegurar el éxito sólo tendrían que destruir al único enemigo de su éxito.
El misil fue lanzado, una gran nube de humo se elevó negra y amenazante. El bosque se quemó por completo, y la magnifica edificación de piedras se convirtió en polvo y cenizas… sin embargo… todo empezó a temblar, todo vibraba… todo se estremecía. Una columna de luz negra se elevó entonces desde los escombros del Arco de Piedras… una pared impenetrable que unía el cielo con la tierra.
Una lluvia de estrellas negras bañó al mundo ese día, cada luz se metió en el cuerpo de cada persona. Confundidos en un principio permanecieron inmóviles, hasta que sucedió… una ira nunca antes experimentada los inundó, todo se volvió rojo… sólo había una idea en la mente de cada asesino en potencia: MATAR. Cual volcán del inframundo, el arco expulsó todas aquellas terribles emociones y espantosos sentimientos que por siglos había purgado de cuanta persona pasara bajo sus piedras.
Cada persona desató el infierno… la lluvia de estrellas terminó, la lluvia de sangre inició. Y con lo que fuera la gente se mataba, con lo que fuera la gente destruía… Al destruir el Arco de Piedras, habían destruido el único sello que mantenía sujeto el odio de toda la humanidad bajo llave, y ahora todo ese rencor, todo ese odio, toda esa violencia se esparcían a cada hombre, a cada mujer… a cada niño.
El planeta entero quedó en ruinas, nadie podía caminar con vida o en una sola pieza. El río de sangre, el remolino de gritos, el mar de lágrimas… en realidad no está destinado a detenerse.
> Este autor es Columnista permanente de este Blog
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